Llegué a Tenerife con vocación de aventura, de a verlas venir, de cuasi turista sin un destino claro, de visitante con ganas de descubrir la Isla a ratos, sin presionarla mucho ni ponerle listones más altos que yo. Llegué, para concretar algo más, con la intención de relacionarme con la gente y los lugares, pero más o menos como quien ve llover y pasea bajo el temporal con las manos en los bolsillos, a ver qué se encuentra por ahí.
Fue así como empecé a recorrer el Sur y el Norte, a perderme en el camino cincuenta veces al día, a llegar a lugares que ya no sabría encontrar, a conocer gente que me enseñó mil y una cosas en mil y un acentos diferentes. Andaba por ahí a golpe de suerte, sin que nadie me importunara ni me hiciera arrepentirme de mi trayectoria. Hubo incluso amigos que se sumaron a mi deambular, aunque fuera momentáneamente, amenizándome los recorridos.
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