Todo turista que repite destino guarda en su maleta una parada obligatoria. Una que, lejos de suponer un peso extra, aligera tanto el equipaje que se diría que está completamente vacío. Una parada que, con los años, acaba convirtiéndose en ritual. Y no me refiero a cosas como subir a la Torre Eiffel cada vez que uno se deja caer por París. Me refiero más bien a algo con lo que un día tropezamos por no andar atentos al camino y, así, sin más, acaba siendo nuestro tropiezo favorito en las vacaciones. En mi caso, puedo decir que una de las paradas obligatorias que meto en mi maleta cada septiembre es un desayuno en el área de servicio de Imarcoain.
Imarcoain es una de mis fronteras de referencia en las excursiones que hago por Navarra y Euskadi por la AP-15, subiendo desde la rivera navarra. A partir de ahí siempre empieza lo mejor. Los mejores paisajes, las aventuras de los pueblos, los caseríos, las nuevas costumbres. Pero, además, Imarcoain tiene sus tostadas. Y eso es mucho decir. Es, por describirlo de alguna manera, casi una ceremonia. O, por explicarlo de otra forma, es con lo que sueño el resto de año cuando me levanto de la cama, entro en la cocina, cojo la tostadora y espero a que el pan se caliente dentro mientras veo mi imagen reflejada en su metal. Y también durante esos pocos segundos de espera suelo pensar en los detalles que enganchan al turista. En esos que lo hacen volver e, incluso, como a mí, recordarlos a menudo.
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