Es bastante común que cuando les propongo a mis alumnos desarrollar un proyecto de restaurante o bar me pregunten cuál es la fórmula idónea. Lógicamente, si fuese una cuestión empírica, ya habría invertido capital diverso en hacerme empresario a la vez que docente de restauración, pero la realidad es muy distinta. Y aún creyendo que hay cuestiones tan claras como para que sean o no funcionales, nunca se tiene la verdad absoluta ante gustos y predicciones de deseos de los clientes.
Hace tiempo que pocas cosas me sorprenden y pocos lugares me conmueven o me hacen revivir la sensación de acogimiento profundo. Pero éste no es el caso. La que quiero contar hoy es, quizás, la historia de un maestro quesero del que me hablaba un amigo docente de cocina y pastelería, una espera de más de media hora en la entrada del local y un vaivén de camareros y camareras sonrientes y resolutivos entre comandas, copas heladas y pases de barra.
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