Normalmente, siempre caracterizo la formación en el sector de la restauración hostelera, más concretamente en servicios, con la perfección mimada y cualitativa de la técnica como la clave para la elaboración de un cóctel, de un plato a la vista del cliente, para el servicio de cualquier tipo de vino, la organización de un banquete empresarial y un largo etcétera.
Hace poco me di de frente con la relevancia que tiene la calidad del servicio como trato propiamente dicho, es decir, ese cariño hacia el comensal del que no se puede aprender en una clase de creaciones vanguardistas, sino que nace en lo más profundo de un amor casi genético hacia la profesión.
Esto llegó cuando en una conversación coloquial con un abogado especialista en la rama del derecho penal a punto de jubilarse y cansado, quizá, del exceso de formalidad cotidiana de una profesión como esa, me comentaba que cada vez demanda con más ilusión un trato empático, sereno y cordial, desechando reverencias o brusquedades de los profesionales del servicio, tanto en una cafetería, en bar o en un restaurante.
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