Las sonrisas no devueltas se pierden para siempre, como fumarolas que se deshacen en el aire y desaparecen sin dejar una huella que las honre. Créanme que aunque no hay estadísticas al respecto, se malgastan muchas sonrisas así; se sacrifican multitud de agradables muecas lanzadas en son de paz que, desgraciadamente, chocan contra muros de amargura y se desintegran sin posibilidad de defenderse. Por ejemplo, la última sonrisa que yo sacrifiqué la dejé morir en el bar del Parador del Teide. Se me derramó de la cara en dirección a la persona que atendía el negocio, pero se encontró con un rostro hermético contra la que se aplastó sin remedio.
Llegamos al bar a media tarde, acompañados de la dulce estela del paisaje y de las magníficas sensaciones volcánicas que mi mente apenas puede digerir. Llegamos entusiasmados por la esperanza de encontrar un puerto amigo, un cálido refugio, un lugar ajeno al mundo, más mágico que real, pero no hallamos sino frío, silencio, plástico, y el vaso de zumo de naranja a 4,40 euros. Desde el otro lado de la barra, el recibimiento desentonaba con la belleza del volcán y hacía que la ilusión de descansar frente al cráter y a la catedral se convirtiera en baba de hiel.
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