Hace tiempo que Tenerife dejó de hacer gracia a mis amigos. Sobre todo a los que tengo derrotando días en Navarra y Aragón. Y es una pena. Recuerdo perfectamente que años atrás, en la Era de la esperanza, la relación entre ellos y la isla fluía en tonos pastel, casi de una forma idílica, prácticamente a tubo de vaselina por mes; un gustazo de noviazgo del que yo me aprovechaba a lo grande, paseando a mis colegas por los aquí y allá tinerfeños, alimentándolos en guachinches y animándolos a corregir el lenguaje hasta hacerlos incondicionales de las guaguas, las papas y las gavetas. Qué días aquellos en que Tenerife les suponía un escape, un paréntesis, una alegría, un merece la pena vivir, un para qué te voy a escribir Sol si te voy a visitar el próximo fin de semana. Sin embargo, aquello duró poco. Enseguida llegó la Era de la oscuridad y todo se volvió pardusco y caro. Más caro que pardusco, para ser exactos.
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